Aquel moscato de Catamarca

En aquellos tiempos en los que el pingüino de tinto de la casa era dueño y señor de los restaurantes menos paquetes, en las pizzerías, en especial en las más berretas, triunfaba el moscato catamarqueño. Y aunque hoy suene muy raro, los fans de aquella masa caliente coronada por queso derretido, cebolla, anchoa en salmuera y alguna aceituna, acompañaban su porción, casi siempre coronada por otra de fainá, con aquel terrible moscato. Salvo, claro está, que se tratara de esos mentecatos que sólo tomaban gaseosas, los que se dividían entre los de la Bilz y los de la Bidú.
 
Aquel misterioso y popular vino dulzón solía salir de la canilla de un enorme garrafón de vidrio, situado sobre el mostrador y recubierto por un entretejido de mimbre multicolor coronado por una suerte de bonete chino puntiagudo, también de mimbre y recontracolorido, por lo que era imposible no verlo… y tentarse. Porque el cliente sabía que se trataba de una mala vineta, pero era muy barato. Y además ya se sabe que con las tradiciones no se discute.
 
Confieso que siempre desconfié de aquel jarabe alcohólico, pero fue el tiempo y la casualidad los que vinieron, con el correr de los años, a confirmar mis sospechas: aquello era no un vino y mucho menos de Catamarca, sino que se trataba de una creación espúrea del alma innoble de aquellos pizzeros sin entrañas y sin límites.
 
Porque, según me lo contó un amigo que solía frecuentar aquellas pizzerías para venderles, no se si cajas de cartón o papel de envolver, un día, el de la gran revelación, sintió, cuando visitaba uno de aquellos comercios en los que se expendía el famoso moscato catamarqueño, el llamado de la naturaleza. Y como tenía confianza con los dueños del negocio, interrumpió la gestión comercial que lo había llevado hasta allí, para pedirles que le permitieran ir al baño.
 
El negocio había sido instalado donde antes existía una casa de familia. Lo que pudo comprobar no bien ingresó al toilette, ya que allí estaba aún la bañadera, amplia y blanca sobre sus cuatro patas labradas. Así como el inodoro se descargaba tirando de la cadena. Pero, cumplida la misión que lo había llevado hasta ese lugar, la bañadera atrajo su atención. Porque si por fuera aún era blanca, por dentro y casi hasta el borde, tenía un sospechoso color rojizo que no supo individualizar. Sangre no era, pero entonces ¿de qué se trataba?
 
Cuando volvió al salón e interrogó a los dueños del comercio, mi amigo me confesó que quedó estupefacto con la explicación que le dieron. Porque según la dijeron con toda naturalidad y sin que les subieran los colores, en la bañadera, si, justamente allí, era donde fabricaban el moscato de Catamarca. Lo que hacían con mosto comprado quien sabe a quien, bien mezclado con alcohol, azúcar y agua. Batían un poco aquel líquido con un palo y luego, con el auxilio de una cacerola, lo introducían en el garrafón empajado. Tras lo cual sólo les restaba esperar que los fans de la pizza y el moscato se hicieran ver en el lugar.
 
Así fue como descubrí, tardíamente, en qué consistía aquel líquido misterioso, con el que tantas veces, allá en mi ingenua juventud, compartí una de muzzarella con su correspondiente faina. Una historia antigua y por suerte, de imposible repetición. Aunque me enseñó que, antes de pedir lo que sea en un boliche, no debe dejarse pasar la oportunidad de darse una vuelta por el toilette. No vaya a ser que estacionen allí el cuartirolo o que pongan a refrescar el vino de la casa.
 
(Daniel Della Costa, "El reo de la cortada")